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12 años en una cueva en la nieve. Tenzin Palmo

cueva en la nieve

Hace ya bastantes años que leí el libro “Una cueva en la nieve” y  desde las primeras páginas me conquistó la valentía y la fortaleza de esta mujer.

Es de esos libros que subrayas, haces anotaciones y cada tanto te apetece volver a leer. ¡Está lleno de sabiduría!

Tenzin Palmo antes de ordenarse monja budista se llamaba Diane Perry. Nació en Inglaterra y con 18 años trabajaba de bibliotecaria.

Fue en su trabajo donde descubrió un libro sobre budismo y algo despertó en ella: “Fue como regresar a casa porque yo siempre había pensado y creído así, tal como piensa la filosofía budista y en lo que ellos creen sólo que entonces, desconocía la existencia del budismo y que reuniera todos los conceptos con los que mi mente comulgaba”. 

Aquel primer libro sobre budismo, fue una irresistible invitación a una larga aventura espiritual que me llevaría a una cueva en la nieve, dice Tenzin Palmo.

Cuando cumplió 20 años se fue a la India en busca de sí misma, quería experimentar todo lo que había descubierto en los libros de budismo y la idea de pasar una temporada en una cueva en la nieve, no dejaba de rondarle la cabeza.
Durante 3 años estuvo en un pequeño monasterio en Lahaul siendo la única mujer entre cientos de monjes hombres, enfrentándose a miles de años de prejuicios y tradición respecto al papel de la mujer en la espiritualidad hasta que finalmente, decidió irse sola a una cueva, a más de 4000 metros de altitud en el Himalaya, a una cueva en la nieve durante 12 años.
Unos 12 largos años profundizando en la espiritualidad, en encontrarse, en conocerse y amarse. ¡Hace falta mucho valor para hacerlo y una gran convicción!
¿Cómo era su vida en la cueva?
De todo menos aburrida, al contrario de lo que pueda parecer. La cueva en la nieve, como yo le llamaba, en realidad era un pequeño orificio en la montaña y que habían protegido la entrada con una puerta de madera y tenía  una pequeña ventana.
El espacio era diminuto, tan solo dos metros por uno de profundidad. La época del verano, eran los meses más activos y en los que tenía que aprovechar al máximo las horas de sol que había.
Cultivaba flores para alimentar el alma, patatas y nabos para alimentar mi cuerpo y esto lo hacía en un minúsculo trozo de tierra que había entre la cueva y el precipicio.
Los otros pocos víveres los recibía 4 veces al año, al comienzo de cada estación. Esto siempre y cuando el porteador consiguiera escalar y llegar hasta la cueva en la nieve ya que durante 8 meses al año, estaba aislada por la nieve, ten en cuenta que estaba en el Himalaya.
Ocurrió en una ocasión que al hombre le fue imposible llegar para llevarme comida y estuve a punto de morir de inanición.
El agua la recogía de una fuente que brotaba de entre las rocas, a poco menos de 1Km de la cueva y en invierno, derretía la nieve para tener agua para cocinar, para beber y para asearme. Durante los 12 años solo hacía una única comida al día, la del mediodía.
Además de cultivar el minúsculo huerto y buscar leña en los meses de verano, meditaba cuatro veces al día durante tres horas cada vez. Me sentaba en la caja de meditación tradicional (un cajón de madera cuadrado que medía 46 cm), el mismo cajón que usaba para dormir.

Una cueva en la nieve

En los 12 años que permanecí en una cueva en la nieve, nunca pude acostarme o tumbarme, siempre estaba sentada sobre mi cajón de meditación.
Una sartén, algún abrigo, una tetera, una taza, unas cerillas para encender el fuego que la mayoría de las veces estaban húmedas y eran inservibles, algunos objetos religiosos y poco más, tenía lo indispensable para vivir ahí, lo más importante lo tenía: una voluntad férrea para descubrir quién era realmente.
No había otra cosa que hacer, no había distracciones y eso me permitía meditar, encontrar respuestas y soltar, soltar todo tipo de falsas creencias.
Meditación y silencio. Silencio que rara vez era interrumpido por algún pastor que en algún otoño pasaba por ahí, ese era su único contacto que tenía con la civilización durante los 12 años que estuve en una cueva en la nieve del Himalaya.
Sólo la visita de algunos lobos que aullaban en las inmediaciones y algún que otro oso (los anteriores inquilinos de la cueva) y que en alguna ocasión, me han dado un buen susto.
Sin embargo, no experimenté miedo, ni siquiera cuando una tormenta de nieve colapsó la puerta de la cueva en la nieve y me quedé encerrada durante más de una semana.
Esta situación me sirvió para practicar y profundizar aún más intensamente sobre la meditación de la muerte, aunque reconozco que también soy una persona práctica así que, me las ingenié para hacer un túnel entre la nieve con la ayuda de la única herramienta que tenía: una sartén.
Así pasé 12 años en esa cueva hasta que la burocracia pudo más que la nieve y mis meditaciones. Mi retiro y mi vida de eremita acabaron de forma brusca e inesperada cuando un policía fue a buscarme hasta allí, en medio de la nada, para decirme que tenía que renovar mi visado que había caducado hacía ya bastantes años. ¡Increíble!

Adiós a una cueva en la nieve

 

Fue entonces cuando tuve que regresar a la India y fundé un monasterio budista sólo para mujeres, algo que hasta ese momento no existía porque creo que todos, tenemos el legítimo derecho a iluminarnos, hombres y mujeres.
Siempre digo que en el manejo de la emociones conflictivas, lo más importante es reconocerlas, aceptar que las experimentamos y no disgustarnos con nosotros mismos por eso.
Para aceptarlas, es necesario entender que nuestros problemas o nuestras limitaciones no son obstáculos en el camino espiritual, son oportunidades.
Esas son las partes que nos hacen trabajar y crecer. Como en un gimnasio no nos enfocamos en los músculos o las partes del cuerpo que son fuertes y flexibles, nos enfocamos en las que son débiles y es así es como nos fortalecemos.

El problema es que no estamos satisfechos y contentos con nosotros mismos. Una motivación errónea al buscar un camino espiritual es hacerlo sintiendo desagrado hacia uno mismo y queriendo ser como otros.
Y esa me parece una motivación equivocada, porque uno no entra en el camino espiritual para dejar de ser uno mismo, sino para reconocernos y aceptar nuestra verdadera naturaleza.
En esencia todos somos Budhas, solo que no lo reconocemos. Y eso sí es un motivo para sentir una enorme compasión por los seres, porque tenemos absolutamente todo lo que necesitamos y mucho más, y no conseguimos verlo.
Somos Budhas y sin embargo vamos deambulando como mendigos. Si quieres encontrarte no es necesario ir a una cueva en la nieve, solo necesitas la valentía de mirarte de frente y amarte tal como eres. Semillas Solares.
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2 Comments

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La escritura y la fiesta de Basant Panchami »

Comments

  1. María José says

    27/04/2018 at 22:02

    Una historia maravillosa y emotiva. Gracias

    Responder
    • Semillas SolaresSemillas Solares says

      28/04/2018 at 12:54

      Para mi también lo es María José y ojalá motive a muchas personas a querer descubrir quienes son realmente. Me alegra que te haya gustado. Un abrazo.

      Responder

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