Entrevista a Elizabeth Kübler-Ross.
La médico y psiquiatra suiza recabó centenares de testimonios de experiencias extracorporales, lo que la llevó a concluir que “la muerte no era el fin, sino un radiante comienzo”
Así, se dedicó a estudiar miles de casos, a través del mundo entero, de personas de distinta edad (la más joven tenía dos años, y la mayor, 97 años), raza y religión, que habían sido declaradas clínicamente muertas y que fueron llamadas de nuevo a la vida.
No sólo escuchó claramente cada palabra de la conversación, sino que pudo leer igualmente los pensamientos de cada uno. Tenía ganas de decirles que no se dieran prisa puesto que se encontraba bien, pero pronto comprendió que los demás no la oían. La señora decidió entonces detener sus esfuerzos y perdió su conciencia.
Fue declarada muerta cuarenta y cinco minutos después de empezar la reanimación, y dio signos de vida después, viviendo todavía un año y medio más. Su relato no fue el único. Mucha gente abandona su cuerpo en el transcurso de una reanimación o una intervención quirúrgica y observa, efectivamente, desde fuera”.
En ese preciso momento se encontró él mismo a algunos metros por encima del lugar del accidente, mirando su cuerpo gravemente herido que yacía en la carretera. Entonces apareció su familia ante él, radiante de luminosidad y de amor. Una feliz sonrisa sobre cada rostro. Se comunicaron con él sin hablar, sólo por transmisión del pensamiento, y le hicieron saber la alegría y la felicidad que el reencuentro les proporcionaba.
El hombre no fue capaz de darnos a conocer el tiempo que duró esa comunicación, pero nos dijo que quedó tan turbado frente a la salud, la belleza, el resplandor que ofrecían sus seres queridos, lo mismo que la aceptación de su actual vida y su amor incondicional, que juró no tocarlos ni seguirlos, sino volver a su cuerpo terrestre para comunicar al mundo lo que acababa de vivir, y de ese modo reparar sus tentativas de suicidio.
Cuando despertó y se recuperó, se juró a sí mismo no morirse mientras no hubiese tenido ocasión de compartir la experiencia de una vida después de la muerte con la mayor cantidad de gente posible”.
Una de las enfermas que sufría esclerosis y que sólo podía desplazarse utilizando una silla de ruedas, lo primero que me dijo al volver de una experiencia en el umbral de la muerte fue: «Doctora Ross, ¡Yo podía bailar de nuevo!», o niñas que a consecuencia de una quimioterapia perdieron el pelo y me dijeron después de una experiencia semejante: «Tenía de nuevo mis rizos». Parecían que se volvían perfectos.
Tuvimos el caso de una niña de doce años que también estuvo clínicamente muerta. Independientemente del esplendor magnífico y de la luminosidad extraordinaria que fueron descritos por la mayoría de los sobrevivientes, lo que este caso tiene de particular es que su hermano estaba a su lado y la había abrazado con amor y ternura.
Después de haber contado todo esto a su padre, ella le dijo: «Lo único que no comprendo de todo esto es que en realidad yo no tengo un hermano.» Su padre se puso a llorar y le contó que, en efecto, ella había tenido un hermano del que nadie le había hablado hasta ahora, que había muerto tres meses antes de su nacimiento”.
Yo sabía con certeza que estos moribundos no conocían ni cuántos ni quiénes de la familia ya habían muerto a consecuencia del accidente. En ese momento yo les preguntaba si estaban dispuestos y si eran capaces de compartir conmigo sus experiencias.
Uno de esos niños me dijo una vez: «Todo va bien. Mi madre y Pedro me están esperando ya.» Yo ya sabía que su madre había muerto en el lugar del accidente, pero ignoraba que Pedro, su hermano, acababa de fallecer 10 minutos antes”.
Allí, una luz brilla al final.
“Y esa luz era más blanca, de una claridad absoluta, a medida que los pacientes se aproximaban a ella. Y ellos se sentían llenos del amor más grande, indescriptible e incondicional que uno se pudiera imaginar. No hay palabras para describirlo”.
Vivían la comprensión sin juicio, un amor incondicional, indescriptible. Y en esta presencia, que muchos llaman Cristo o Dios, Amor o Luz, se daban cuenta de que toda vuestra vida aquí abajo no es más que una. Y allí se alcanzaba el conocimiento. Conocían exactamente cada pensamiento que tuvieron en cada momento de su vida, conocieron cada acto que hicieron y cada palabra que pronunciaron.
Se dieron cuenta de que ellos mismos eran sus peores enemigos, y comprendían el haber dejado pasar tantas ocasiones para crecer. Sabían ahora que cuando su casa ardió, que cuando su hijo falleció, cuando su marido fue herido o cuando sufrieron un ataque de apoplejía, todos estos golpes representaron posibilidades para enriquecerse, para crecer”.
Nunca es demasiado tarde para pronunciar estas palabras, aunque sea después de la muerte, ya que las personas fallecidas siguen oyendo.
Incluso en ese mismo momento se pueden arreglar «asuntos pendientes», aunque éstos se remonten a diez o veinte años atrás. Se pueden liberar de su culpabilidad para poder volver a vivir ellos mismos”.
Allí, luego de sufrir inexplicables dolores físicos, fui gratificada con una experiencia de renacimiento que no podría ser descrita con nuestro lenguaje. Al principio hubo una oscilación o pulsación muy rápida a nivel del vientre que se extendió por todo mi cuerpo. Esta vibración se extendió a todo lo que yo miraba: el techo, la pared, el suelo, los muebles, la cama, la ventana y hasta el cielo que veía a través de ella. Los árboles también fueron alcanzados por esta vibración y finalmente el planeta Tierra.
Cuando me aproximé a la luz a través de la flor de loto abierta y vibrante, fui atraída por ella suavemente pero cada vez con más intensidad. Fui atraída por el amor inimaginable, incondicional, hasta fundirme completamente en él.
Al despertarme caí en el éxtasis más extraordinario que un ser humano haya vivido sobre la tierra. Me encontraba en un estado de amor absoluto y admiraba todo lo que estaba a mi alrededor. Mientras bajaba por una colina estaba en comunión amorosa, con cada hoja, con cada nube, brizna de hierba y ser viviente.
Sentía incluso las pulsaciones de cada piedrecilla del camino y pasaba «por encima» de ellas, en el propio sentido del término, «No puedo pisaros, no puedo haceros daño», y cuando llegué abajo de la colina me di cuenta de que ninguno de mis pasos había tocado el suelo y no dudé de la realidad de esta vivencia.
Me hicieron falta varios días para volver a encontrarme bien en mi existencia física, y dedicarme a las trivialidades de la vida cotidiana como fregar, lavar la ropa o preparar la comida para mi familia.
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