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En la mayoría de las
tradiciones religiosas y espirituales antiguas, existe la noción común de que el
estado “normal” de nuestra mente está marcado por un defecto
fundamental.
Sin embargo, de esta noción sobre la naturaleza de la condición humana, se deriva una segunda noción: la posible transformación de la conciencia.
En las enseñanzas del hinduismo (y también en ocasiones del budismo),
esa transformación se conoce como iluminación.
En las enseñanzas de Jesús, es
la salvación y en el budismo es el final del sufrimiento.
Otros términos
empleados para describir esta transformación son los de liberación y despertar.
El logro más grande de la humanidad no está en sus
obras de arte, ciencia o tecnología, sino en reconocer su propia disfunción, su
locura.
Algunos individuos del pasado tuvieron ese reconocimiento.
Un
hombre llamado Gautama Siddhartha, fue
quizás el primero en verlo con toda claridad.
Más adelante se le confirió el
título de Buda. Buda significa “el iluminado”.
Por la misma época
vivió en China otro de los maestros iluminados de la humanidad. Su nombre era
Lao Tse. Dejó el legado de sus enseñanzas en el Tao Te Ching, uno de los libros
espirituales más profundos que haya sido escritos.
Reconocer la locura es, por su puesto, el comienzo
de la sanación y la trascendencia.
En el planeta había comenzado a surgir una
nueva dimensión de conciencia, un primer asomo de florescencia.
Esos maestros
les hablaron a sus contemporáneos. Les hablaron del pecado, el sufrimiento o el
desvarío. Les dijeron, “Examinen la manera cómo viven. Vean lo que están
haciendo, el sufrimiento que están creando”.
Después les hablaron de la
posibilidad de despertar de la pesadilla colectiva de la existencia humana
“normal”. Les mostraron el camino.
El mundo no estaba listo para ellos y, aún así,
constituyeron un elemento fundamental y necesario del despertar de la
humanidad.
Era inevitable que la mayoría de sus contemporáneos y las
generaciones posteriores no los comprendieran. Aunque sus enseñanzas eran a la
vez sencillas y poderosas, terminaron distorsionadas y malinterpretadas incluso en el
momento de ser registradas por sus discípulos.
Con el correr de los siglos se añadieron
muchas cosas que no tenían nada que ver con las enseñanzas originales sino que
reflejaban un error fundamental de interpretación.
Algunos de esos maestros
fueron objeto de burlas y hasta del martirio. Otros fueron
endiosados.
Las enseñanzas que señalaban un camino que estaba más allá de la mente humana, el camino para desprenderse de la locura
colectiva, se distorsionaron hasta convertirse ellas mismas en parte de esa
locura.
Fue así como las religiones se convirtieron en gran
medida en un factor de división en lugar de unión.
En lugar de poner fin a la
violencia y el odio a través de la realización de la unicidad fundamental de
todas las formas de vida, desataron más odio y violencia, más divisiones entre
las personas y también al interior de ellas mismas. Se convirtieron en
ideologías y credos con los cuales se pudieran identificar las personas y que
pudieran usar para amplificar su falsa sensación de ser.
A través de ellos
podían “tener la razón” y juzgar “equivocados” a los demás
y así definir su identidad por oposición a sus enemigos, esos
“otros”, los “no creyentes”, cuya muerte no pocas
veces consideraron justificada.
El hombre hizo a “Dios” a su imagen y
semejanza.
Lo eterno, lo infinito y lo innombrable se redujo a un ídolo mental
al cual había que venerar y en el cual había que creer como “mi dios”
o “nuestro dios”.
Y aún así… a pesar de todos los actos de locura
cometidos en nombre de la religión, la Verdad hacia la cual esos actos apuntan,
continúa brillando en el fondo, pero su resplandor se proyecta tenuemente a
través de todas esas capas de distorsiones e interpretaciones erradas.
Sin
embargo, es poco probable que podamos percibirlo a menos de que hayamos podido
aunque sea vislumbrar esa Verdad en nuestro interior.
A lo largo de la historia han existido seres que
han experimentado el cambio de conciencia y han reconocido en su interior
Aquello hacia lo cual apuntan todas las religiones.
Para describir esa Verdad
no conceptual recurrieron al marco conceptual de sus propias religiones.
Gracias a algunas de esas personas, al interior de
todas las religiones principales se desarrollaron “escuelas” o
movimientos que representaron no solamente un redescubrimiento sino, en algunos
casos, la intensificación de la luz de la enseñanza original.
Fue así como
apareció el gnosticismo y el misticismo entre los primeros cristianos y durante la Edad Media, el
sufismo en el Islam, el jasidismo y la cábala en el judaísmo, el vedanta
advaita en el hinduismo, y el Zen y el Dzogchen en el budismo.
La mayoría de
estas escuelas eran iconoclastas.
Eliminaron una a una todas las capas
sofocantes y las estructuras de los credos mentales,
razón por la cual la mayoría fueron objeto de suspicacia y hasta de hostilidad de
parte de las jerarquías religiosas establecidas. A diferencia de las religiones
principales, sus enseñanzas hacían énfasis en la realización y la
transformación interior.
Fue a través de esas escuelas o movimientos esotéricos que las religiones recuperaron
el poder transformador de las enseñanzas originales, aunque en la mayoría de
los casos solamente una minoría de personas tuvieron acceso a ellas.
Nunca
fueron suficientes en número para tener un impacto significativo sobre la
profunda inconsciencia colectiva de las mayorías.
Con el tiempo, algunas de esas
escuelas desarrollaron unas estructuras formales demasiado rígidas o
conceptualizadas como para permitirles conservar su vigencia.
Eckhart Tolle.