No dispone de agua, ni luz, pero sus ojos arrojan
kilowatios de brillo. Vive fuera del orden y del tiempo, más allá de las pautas
sociales, en medio de pinos centenarios y viñas sin podar.
Su vida es una
colección de renuncias, una búsqueda de contacto íntimo y constante con la
naturaleza como antesala de los reinos del espíritu. En esa búsqueda ardiente no
duda en prescindir de cuanto la despiste.
Leyenda, susurros y cuatro confusas pistas me han llevado hasta su casita de
lona, en medio de un paraje salvaje, al este de la provincia de Ávila, España.
Un gran portón con el letrero en colores “Finca Amor y Vida”, indica que algo se está fraguando en ese terreno agreste,
en medio de un entorno despoblado. Nuria anduvo tiempo buscando un lugar sin
carretera, ni edificaciones, sin antenas, ni líneas eléctricas. Al final condujo
su caravana hasta ese lugar frecuentado por sus amigos los
zorros, ardillas y jabalís. Los papeles de la compra le costaron los ahorros de
su vida.
Sana locura
No sabemos dónde se encuentran los límites de su
autoexigencia. Ahora ha prescindido del pelo. Cual monja budista su cabeza calva, parece que la colocaran en la cumbre de la renuncia,
en posición de adelantado “ascenso”. Ninguna de estas privaciones lastran su eterno tono de
alegría, merman su sonrisa discreta pero perenne. Lejos de apagarla parece que la
fortalecieran y ensancharan aún más.
Sin embargo esa
sana locura de Nuria le empuja a escribir decenas de diarios, varios libros, a
construir casas y le predispone a una constante ayuda
al prójimo, juega con sus niños,
recoge frutos, echa una mano a quien recién se instala en el campo… Cunde un
día, que como ella nos apunta, “no queda atrapado por las agujas del reloj y se
rige por la espontaneidad del momento”.
Su opción no es una trasnochada
apuesta de “love and flowers”, de vida hippie sin aparente norte. Aspira
elevarse en cada uno de sus días y a fuerza de exigirse afirma haber sido
acariciada por una brisa de auténtica felicidad. Es reclamada para compartir su
testimonio de vida desde los más diversos rincones del continente. Invitada por círculos
alternativos ,viaja a menudo a Inglaterra y Alemania, proclamando siempre el
retorno a una vida libre y natural.
Lo que asombra de Sibila, su nombre iniciático, no es que
sepa vivir sin luz eléctrica, agua corriente, sin pelo, sin apenas ropa, sin
unas llamas que calentar su minúsculo hogar…, lo sorprendente es que está hecha
de la misma “pasta” que cualquier mujer joven crecida y desenvuelta en el
asfalto. Salió airosa de sus batallas personales, se cruzó con duras pruebas y
desea ahora testimoniar que “otra vida es posible”. Es muy consciente de que
muchos jóvenes se hallan atorados donde ella lo estuvo antes, de ahí su
invitación testimonial para darle la vuelta a la existencia.
Ya
le han colgado el parecido con San Francisco y es que antes que al
pelo renunció al colchón, regaló su “futón” a unos amigos cuyas espaldas, decía,
lo necesitaban más que la suya.
Suprema austeridad
Compartimos con ella uno de esos días navideños de intenso frío y
noche temprana. En el paseo por la finca disfrutamos de la belleza que hace ya
tres años sedujo hondo a la “urbanita” que huía de la city. A lo largo del
recorrido nos mostró sus variados pozos, diferentes aguas en las que se baña en
función de la época del año; su manantial de agua fresca, los viñedos que no
poda para no ocasionarles mal alguno, los árboles que la cobijan y acompañan en
las noches de verano… Nos habló del molino de viento que proyecta, pero que de
ninguna forma levantará sin antes “consultar” con las aves del lugar.
Subimos
a lo alto de una colina, desde la que divisamos un paisaje extraordinario. En
medio esa atalaya privilegiada, su imaginación se desborda en proyectos que nos
comparte.
Nuria se
quita el pareo que lleva bajo el poncho y lo extiende en la roca desnuda. Sobre
la tela roja salpicada de soles amarillos comienzan a caer las piñas, la cena de
la noche. Una vez colmado el paño, emprendemos camino de vuelta, monte
abajo.
Nuestra amiga confía en la providencia, pero es a la vez consciente, de que ésta no es un supermercado que abastece al instante después
de haber formulado el pedido. Según ella, la providencia provee, valga la
redundancia, pero también prueba. “Es muy celosa de los egos. Sólo accede cuando
hay pureza de intenciones”.
A cada renuncia, que nos menta, le aguardaba otra aún más dura que por ahora no parece tener fin. Ha prescindido de luz, calzado, fuego, grifo,
pelo…, apenas le queda algo por desembarazarse a esta madrileña empeñada en
abrazar el Absoluto por la vía más rápida. Le persigue la obsesión de tornarse
cada día más pura, más volátil hasta fusionarse con un Todo, que se libra de
apellidar.
En algún lugar de su desapego, de su titánico esfuerzo de elevación, ha
comenzado recientemente una suerte de comunicación con el más allá: voces,
órdenes, sueños, “seres de otras dimensiones” que dice le frecuentan y cuya
compañía aspira a cultivar.
Objetivo: vivir de luz
Su última locura es vivir de luz, del puro
“prana”, al igual que ya lo ensayan diferentes personas a lo largo de todo el
mundo. Poco a poco se acerca a
la sola ingestión del alimento vital que religiones y tradiciones afirman
hallarse en el éter. Los frutos y semillas que recolecta son mucho lujo para
esta mujer perseguidora de una nada, que ella vivencia como el Todo.
Su alimentación va espaciándose,
apocándose y ella afirma convencida, que no está lejos el día en que ya no
abrigue necesidad de llevarse algo a la boca.
Tras horas de charla en la
casita, en medio de un Enero inmisericorde,
con gran pudor de mi parte, ya aterido de frío, he de pedirle que encienda la
estufa de butano, el único lujo, el exclusivo electrodoméstico que ella mantiene
para algún día de eventual helada. A la par que pone en marcha el aparato,
siento la tentación de hablarle de esas estufas pequeñas de leña que dan vida y
calor a las estancias, de las innumerables piñas dispuestas a ofrendarse para
que la temperatura de la habitación de tela remonte unos grados, de la necesidad
de comida caliente para atender a la demanda de un cuerpo entumecido, incluso se
me pasa por la cabeza el sugerirle las posibilidades que le proporcionaría un
ordenador portátil desde el cual podría enviar al mundo los bellos,
pensamientos, cuentos, poemas y reflexiones que alumbra cada día. Pero termino
por desistir en el intento, pues su camino se me antoja inescrutable, pues se me
escapan las razones últimas de tan exigente itinerario a través del frío, la
suprema austeridad y la renuncia más absoluta.
Dos niños y dos burros
Ya ha
alumbrado dos libros, “Vida libre y natural” y “Un camino hacia la luz” (Mandala
Ediciones) y otros dos se acercan a las máquinas de la editorial.
Nuria
camina descalza. Guarda sus botas de goma para los días en que el valle amanezca
de blanco. El asfalto de Madrid conoce bien la caricia de sus pies desnudos. Ni
siquiera cuando se ve obligada a desembarcar en la gran urbe, enfunda sus pies
de selva.
Nuria tiene dos hijos, Altair y Leila, de 5 y 6 años, que apenas
viste, no vacuna, ni escolariza. Pero lo que puede parecer más increíble es que sus niños no se colocan tampoco delante de un
plato. El “self service” de la comida está también instituido en el pequeño
campamento familiar. Las frutas, frutos secos y alguna verdura están repartidos
por unos cuencos de madera que reposan en suelo. Cada quien toma según su
necesidad, ya sean adultos de visita, ya sean los pequeños. Bajo esa gran
pelambrera rubia se esconden unos chavales madurados a fuerza de pura inmersión
en la más ancha libertad. Su madre cree que al habituarlos a tomar sus pequeñas
y cotidianas decisiones, van ganando un cierto entrenamiento de cara a los retos
del mañana.
Al abordar el tema de los niños, Nuria se cuida muy bien de
distinguir entre educación y escolarización. Asume plenamente lo primero, mas se
rebela contra lo segundo. Participa de una educación plenamente imbricada con la
vida. La madre se ocupa por ejemplo de colocar letreros por toda la casita de
forma que Altair y Leila se apliquen en la lectura, les habla de los números
cuando ellos lo solicitan, de los animales de la selva cuando de repente rugen
en medio de un cuento…, sin embargo ella se cuida mucho de establecer para sus
hijos un plan detallado de estudios.
Nuria tiene también dos burros, “Luna” e “Hijo del viento”. Enseguida piensa
uno que sus paseos al pueblo los hará a lomos de uno de los animales. Sin
embargo ellos no tienen ningún “uso” en particular. Los quiere y los cuida y
alimenta sin necesidad alguna de servirse de ellos.
Casita de paja
Nuria tiene una casa nueva. Es redonda, de paja,
madera y barro prensado. Sobre unos cimientos de piedra, aisladas por una capa
de caucho, colocó circularmente las balas de paja. La construcción
entrañó sus problemas, pues mientras ella se afanaba en levantarla, los burros
iban engullendo los frutos de su esfuerzo. “Yo iba haciendo la casa por un lado
y los animales me la comían por otra”, nos comenta Nuria a la vez que infla su
perenne sonrisa. Un poco en contra de su voluntad, tuvo que encerrar a los dos
animales para así concluir la obra.
Nuria tiene más de
cincuenta grandes cuadernos-diarios en los que ha ido reflejando los instantes
de tan intensa y combativa vida. Son grandes clasificadores que ella misma
fabrica con folios reciclados y tapas de ocume forrado. Sin necesidad de
pedírselo, me muestra sus hojas llenas de dibujos, escritos y poemas.
Nuria ya no coge el coche, camina. Se deshizo del descapotable por el que
asomaban las cabezas rubias de sus hijos en verano. Ahora los trayectos son de a
pie. Al no existir el tiempo, el camino al pueblo es una oportunidad que se le
brinda de disfrute de la naturaleza.
Para la sesión de fotos se calza gorro
de lana, leve toque de feminidad que en realidad le devuelve toda su radiante
plenitud. Posa con la asombrosa naturalidad de quien por nada se ve
sobresaltada. Al borde de la ventana.
Dejamos a Nuria en medio de la fría e inmensa noche. Sus hijos se los ha
llevado el padre durante el fin de semana. Bajo el techo de tela, a la luz del
candil de cuatro mechas, abrirá su enorme diario. Se sumirá en la aparente
soledad de quien se siente acompañada. Nuria es de esas mujeres valientes que
pueden con la noche, por más que se extienda en decenas de kilómetros de pura
oscuridad, puede con prolongados retiros que le permiten explorar también sus
“fincas interiores”… Nuria puede con todo eso y con todas las renuncias que se
impondrá. Por eso es ejemplo entre quienes retornan a lo sencillo, al barro, a
la madera, al candil que alumbra poco pero bueno… Sus casitas son aún de paja,
sus sueños del más fino algodón.
Extracto de la entrevista de Koldo Aldai.